El hecho es que no hay paredes, ni techos, ni pavimentos: no tiene nada que la haga parecer una ciudad, excepto las cañerías del agua, que suben verticales donde deberían estar las casas y se ramifican donde deberían estar los pisos. A cualquier hora, no es raro entrever una o muchas mujeres jóvenes, espigadas, de no mucha estatura, que retozan en las bañeras, se arquean bajo las duchas suspendidas sobre el vacío.
Los dioses de la ciudad, según algunos, habitan en las profundidades, en el lago negro que alimenta las venas subterráneas. Según otros, los dioses habitan en los cubos que suben colgados de la cuerda de la ciudad-telaraña.
Suspendida en el abismo, la vida de los habitantes de Ízaso es menos incierta que en otras ciudades. Sabes que la red no sostiene más que eso. Todo lo demás, en vez de elevarse encima, cuelga hacia abajo. Lo cierto es que si a quien vive en Ízaso se le pide que describa como vería feliz la vida, es siempre una ciudad como Ízaso la que imagina, con sus escalas colgantes y cañerías.
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